domingo, 23 de septiembre de 2012

Baiona, A Real (verídico). Segunda Parte.

Si miráis a través de los barrotes de la Torre del Príncipe, en vuestro paseo por dentro de la muralla, podéis daros cuenta de lo que veía al levantarse por las mañanas...
Como desde pequeña he ido a esta villa en septiembre, cuando los bullicios y las fiestas  se han acabado, lo he tomado siempre como un retiro espiritual. Ya desde niña lo apreciaba así. Mis amigos eran abuelos ya en su mayoría, marineros retirados y otros jubilados, algunos conocidos de Ourense, que se pasaban allí el verano entero.
Yo iba a la playa con mi libro. Quin me miraba sin entender (“pero esta niña, en  la playa y con los libros, ¿no está de vacaciones?”) e intentaba enseñarme a leer el viento en las banderas de la muralla. Yo no comprendía su funcionamiento, o simplemente me distraía el vuelo de una gaviota. Se enfadaba un poco conmigo y me lo volvía a repetir, paciente.
Solía ir a nadar con José Benito. Él me miraba con el mismo cariño con el que miraba a su nieta. Siempre sonreía, siempre estaba feliz. Algunos se han ido, porque el tiempo pasa. Y la verdad es que me queda un agujerillo ahí, y una sensación de nostalgia cuando llego a esas rocas.
Menos mal que sobreviví a la aventura de meterme con resaca en la Cuncheira, mientras José (otro José, siempre atlético, barba recortada, gafas de sol y energía al viento) sólo me decía “nada, lo mejor es no luchar contra la corriente, ya llegaremos”. En mi interior maldecía a con todo mi armamento malsonante de la infancia tardía. Pero ahora vuelvo a saludarlo, y cuando me ha visto este año, ha sido su cara la que se pintó de nostalgia. “Tú probablemente no te dés cuenta, porque eres muy joven, pero el tiempo pasa demasiado deprisa, y ya vamos viejos. No tanto físicamente, pero sí aquí”. Y apoya su palma en el pecho.
Pues hala, otro agujerillo para la colección. Yo le saco hierro y cambio de tema, pero sé que tiene razón.
Hasta que… chan chan chan. Este año ha sido especial.
Este año he hecho un nuevo amigo.
Las flores. Silvestres. Poderosas. Perfectas. De septiembre...
Doy la vuelta a la muralla. Hago fotos. Los turistas me miran con la desconfianza de quien teme salir en un encuadre delator. Observo. Escucho. Hace calor. Mis padres duermen la siesta. Después los recogeré y subiremos al parador. Mis pasos me llevan a la playa del castillo. Dejo de sacar fotos, cámara en mano, mi mente vaga y mi vista también. Un hombre de mediana edad está sentado en las escaleras. Cruzamos la mirada, él sonríe, ojos de ilusión azul. Giro la cara, vuelvo a mirar, y sigue allí.
Y para todas las almas calenturientas que esperan un romance, están muy equivocados, leche. Que lo tengo que decir todo.
Que qué cámara llevas. Que una que me regaló un buen amigo, pero eso le tengo mucho cariño. Que si yo tengo una, pero automática. Que si es para que cuando regreso a casa pueda ver si lo que he pintado está bien capturado.
Acuarelista de almas, artista de rocas y arena. La espontaneidad de la pintura tiene más vida que cualquiera de mis fotografías, instantes congelados, perversos robos. Sus dibujos sonríen, se mecen por el viento, sueñan con las olas. Media hora de conversación, un nuevo amigo, y hasta el año que viene.
La luz se cuela entre los árboles. Ellos dejan que entre, leve, blanda, suave.
Debería terminar aquí el texto, porque me ha quedado muy poético. Pero claro, tanto divagar me he dejado en el tintero una serie de sucesos, ahora sí, menos profundos y más divertidos, que también acontecieron en esos días. Y es que una semana de Séptimos ha dado mucho de sí. Mucho.
Me pierdo en sus rocas, en su espuma. Esa mar que me llama, que me grita, que me exige.
Mientras sonrío acordándome de Jose y sus acuarelas (otro Jose, sí, el dragón tiene tres cabezas), me doy cuenta de que en esa misma semana he conocido a su némesis. La verdad es que la vida está llena de casualidades sorprendentes si las sabes ver… Un arquitecto, un pintor, escultor de casas, transformista de espacios. Un ego más grande que Santa Liberata. Cuatro palabras, discretamente me llama fea, indiscretamente se autoproclama más listo que cualquiera y declara a viva voz condición política y odios profundos. Arquitecto y destructor en la misma ciudad, quién da más.
Todo esto lo relato entre risas sentada en el borde del camino. Mi amiga, mi otra hermana, asombrada con los ojos como platos. Como en la escena final de una gran película, voy terminando mi relato y poco a poco acuden al punto de encuentro mis padres, mi hermano y su hermano. Sólo faltaba mi otra mitad, gemela con doce años de diferencia, final de sus vacaciones, comienzo de trabajo.
El sol se va poniendo. Todos miramos hacia el fondo como si fuese el telón que va bajando.
- ¡Atención atención! ¡Que se oculta ya! ¡Saca una foto! Bueno, nunca quedan igual, ¡pero hay que tenerla! -Jo, qué manía tienen las parejas de ahora con sacarse las fotos de la boda en la playa. Mira, pero si ya han metido a la novia en el agua… pues yo creo que hace un frío interesante… Si es que no tiene sentido… -¡Pero mira, hombre, que se oculta ya el sol!-¡Al novio no le van a quedar más ganas de matrimonio, se debe de arrepentir... Ya la está cargando a las espaldas… -¡Pero calla y mira!
Un toque en el hombro, Jose, el que faltaba para terminar el cuadro, me saluda y me llama por mi nombre. Mi amiga se gira y lo ve. Él sonríe mientras se aleja corriendo, como todas las tardes al acabar de trabajar. Instante polaroid, la luz titila, nosotros aplaudimos.
Hasta el Séptimo que viene.


Sólo para mí, sólo para ti.




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